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¿QUÉ DEBERÍAN HACER LOS ECONOMISTAS?
James M. Buchanan

“Pero no es el movimiento popular sino el deambular de la mente de los hombres que ocupan el sillón de Adam Smith, lo que es realmente serio y digno de toda nuestra atención.”

Lord Acton, Letters of Lord Acton to Mary Gladstone, Herbert Paul ed., Londres, George Allen, 1904, p. 212.

Propongo examinar “el deambular de la mente de los hombres que ocupan el sil1ón de Adam Smith”, aquellos que tratan de mantenerse dentro del “estricto campo de la ciencia” y formulan las siguientes preguntas: ¿qué están haciendo los economistas? ¿qué “deberían” estar haciendo? En mi empeño por seguir el consejo de Lord Acton, me opongo firmemente a la opinión de un economista moderno cuyas ideas considero con respeto, George Stigler. Nos dice que es insensato preocuparse por la metodología antes de los sesenta y cinco años. Como juicio de valor, la advertencia de Stigler es difícilmente discutible, pero como hipótesis podría ser refutada, al menos por analogía con un mapa de rutas corriente. Uno de mis defectos conocidos es no mirar a tiempo los mapas de rutas, esperando siempre que algún instinto intuitivo del sentido de la dirección me impida alejarme del esquema planificado de mi viaje. Hace muchos años aprendí que el comportamiento “óptimo” consiste en detenerse inmediatamente después de que uno se ha “perdido”, cuando se llega a la duda más allá de un límite razonable, y consultar un mapa correctamente trazado. Parece haber una gran analogía con la metodología científica. A menos que, por alguna razón, podamos aceptar las actividades siempre cambiantes de los economistas como parte de la necesaria evolución de la disciplina a través del tiempo, tal como ocurre “en la ruta”, es esencial que, en ocasiones, miremos el mapa o modelo de progreso científico que cada uno de nosotros lleva en su mente, consciente o inconscientemente.

Cuando propongo examinar con espíritu crítico que es lo que hacen los economistas estoy rechazando también, como ustedes podrán notar, la propuesta familiar de Jacob Viner, para quien “la economía es lo que hacen los economistas”, propuesta a la que Frank Knight dio una naturaleza totalmente circular al agregar que “los economistas son los que hacen economía”. Esta definición funcional de nuestra disciplina da por sentada la misma pregunta que deseo formular y, de ser posible, contestar aquí. Creo que los economistas deberían asumir su responsabilidad básica; deberían, al menos, tratar de conocer el tema que manejan.

Me gustaría que consideráramos ahora un principio casi olvidado, enunciado por Adam Smith. En el capítulo 2 de The Wealth of Nations, afirma que el principio que da lugar a la división del trabajo, del que provienen tantas ventajas, “no es originalmente el efecto de alguna sabiduría humana, que prevé y tiene por objeto esa opulencia general a la cual da lugar. Es la necesaria, aunque muy lenta y gradual, consecuencia de una cierta propensión de la naturaleza humana que no tiene en vista una utilidad tan extensiva; la propensión a permutar, trocar e intercambiar una cosa por otra”. Me parece sorprendente que la importancia y la significación de esta “propensión a permutar, trocar e intercambiar” haya sido pasada por alto en la mayoría de los trabajos exegéticos de la obra de Smith. Pero seguramente es aquí donde se halla su respuesta a lo que es la economía o la economía política. Los economistas deberían concentrar su atención en una forma particular de actividad humana y en los diferentes ordenamientos institucionales que surgen como resultado de esta forma de actividad. El comportamiento del hombre en la relación de mercado que refleja su propensión a la permuta y al trueque y las múltiples variaciones de estructura que esta relación puede adoptar constituyen los temas apropiados de estudio para el economista. Al decir esto, formula, por supuesto, un juicio de valor que ustedes pueden apoyar o no. Pueden considerar este trabajo, si así lo desean, como un “ensayo persuasivo”.

El enfoque básico y elemental que sugiero coloca en el centro de la escena la “teoría de los mercados” y no la “teoría de la asignación de recursos”. Hago un alegato en favor de la adopción de una sofisticada “cataláctica”, un enfoque de nuestra disciplina que había sido introducido mucho antes por el arzobispo Whately y la escuela de Dublin, por H. D. Macleod, por el estadounidense Arthur Latham Perry, por Alfred Ammon y algunos otros.(1) No es mi objetivo en este trabajo, ni tampoco me compete, analizar las razones por las cuales estos hombres no pudieron convencer a sus colegas y sucesores. Lo que deseo hacer notar es que la idea que introdujeron y que no estuvo nunca totalmente ausente de la corriente principal de pensamiento(2) requiere, quizá, mayor énfasis ahora que en la época en la que ellos trabajaron.

Al tratar brevemente el tema es útil realizar acusaciones audaces contra las ideas o las posiciones adoptadas por figuras relevantes. En este sentido, propongo tomar a Lord Robbins como adversario y afirmar categóricamente que su delineación demasiado persuasiva de nuestra temática ha servido para demorar y no para desarrollar el progreso científico. Por supuesto que es bien conocida la definición que da Robbins sobre el problema económico, que puede hallarse en casi todos nuestros libros de texto. El problema económico involucra la asignación de medios escasos entre fines alternativos o competitivos. El problema es de asignación, que se hace necesaria en razón de la escasez, de la necesidad de elegir. Sólo a partir de The Nature and Significance of Economic Science(3) los economistas se han dedicado con ahínco a los problemas planteados por la escasez, considerada en términos generales, y a la necesidad de tomar decisiones en materia de asignación.

Según la opinión de Robbins nuestro campo de estudio es un problema o un conjunto de problemas y no una forma característica de actividad humana. Hablando en términos metodológicos, estábamos mejor en el menos definitivo mundo de Marshall, en el que los economistas se dedicaban a estudiar al hombre en su tarea habitual de ganarse la vida. En su intento por permanecer totalmente neutral en cuanto a los fines, podríamos decir que Robbins dejó abierta la ciencia económica. Serán vanos los intentos por encontrar en él una afirmación explícita que indique respecto de quién son alternativos los fines. Su neutralidad llega hasta el punto de guardar total silencio con respecto a la identidad del agente que elige, y pocos economistas parecen haberse preocupado por el difícil tema de identificar adecuadamente la entidad para la cual existe el problema económico definido. Resulta así que, por una natural extensión, el problema económico se desplaza desde aquel que se le plantea al individuo hasta aquel otro con el que se enfrenta el grupo familiar más numeroso, la empresa comercial, el sindicato, la asociación comercial, la iglesia, la comunidad local, el gobierno municipal o provincial, el gobierno nacional y, por último, el mundo.(4)

Para ilustrar la confusión que esta falta de identificación ha provocado, me permitiré mencionar al más respetado de mis profesores, Frank Knight, quien nos ha enseñado a todos a pensar en términos de las cinco funciones de “un sistema económico”, supuestamente de “cualquier sistema económico”. En la introducción que ha hecho Knight a nuestro tema hablamos de la “organización social” que pone en práctica estas cinco funciones “sociales” familiares. ¿A quiénes están destinadas? Y vuelvo, entonces, a mi pregunta inicial. Presumiblemente, la respuesta es: a todo el grupo colectivo que corresponda, a la sociedad. Y, para ser un poco más explícito, citaré a Milton Friedman, quien dice, si es que recuerdo con exactitud su clase introductoria, que la “economía estudia cómo una sociedad determinada resuelve su problema económico”.

Tanto Knight como Friedman resultan ejemplos apropiados a los fines que persigo, ya que con ambos, a pesar de sus diferencias en muchas particularidades de la política económica, estoy de acuerdo, en términos amplios y generales, sobre los principios del orden político-filosófico. En las introducciones a la economía que ambos realizaron parecen identificar la “sociedad” como la entidad que se enfrenta al problema económico en el que nosotros, como economistas profesionales, debiéramos estar interesados, como la entidad cuyos fines deberían tomarse en cuenta en el cálculo de márgenes apropiado. Si tanto a Knight como a Friedman, y también a Robbins, se les preguntara explícitamente, todos responderían que la “sociedad” como tal debe ser siempre concebida en función de cada uno de sus miembros. De ahí que, cuando se hace referencia a una sociedad que resuelve su problema económico, esto resulta, en realidad, la forma resumida de decir “un grupo determinado de individuos que se han organizado socialmente resolviendo su problema económico”. Sin embargo, el punto importante es que, en el uso cotidiano y habitual, necesitamos una etapa adicional o complementaria dentro de nuestro proceso de definición básico antes de que podamos dividir el lenguaje societario en sus significativos componentes individuales. Esto significa cerrar la puerta del establo sin estar seguros de si hemos tenido o tendremos alguna vez un caballo en su interior. Hablando en términos un poco más técnicos, este procedimiento supone que hay un contenido significativo en la economía para el “bienestar general”; prejuzga el tema central que se ha debatido en la economía teórica del bienestar y concuerda firmemente con los utilitaristas. Éste parece ser un caso claro en el cual el aparato conceptual básico no se ha puesto todavía a tono con el desarrollo moderno. Pero este aparato conceptual es extremadamente importante, en especial cuando la mayoría de los profesionales están demasiado ocupados como para preocuparse por la metodología. La definición de nuestro tema hace que sea muy fácil deslizarse por el puente que separa las unidades personales o individuales de la decisión de los agregados “sociales”. En principio, este puente es difícil de cruzar, tal como lo reconocen la mayoría de los economistas cuando se enfrentan a esa situación. Y, en cierto sentido, todo mi alegato se resume diciéndoles: “Retrocedan o quédense en el lado del puente al que pertenecen”.

Los utilitaristas trataron de cruzar el puente sumando utilidades. Robbins les dijo, con razón, que desistieran de su intento. Pero al quedarse en una posición que he denominado “abierta”, al enfatizar la universalidad del problema de la asignación sin definir, al mismo tiempo, la identidad del agente elector el aporte de Robbins al método ha tendido a promover la proliferación de la misma confusión que había deseado evitar. Los economistas, siguiendo a Robbins, saben ahora cuando están cruzando el puente; explícitamente señalan sus propios juicios de valor en forma de “funciones de bienestar general”. Una vez hecho esto, se sienten libres para maximizar todo lo que deseen y lo hacen dentro de los límites de la propiedad metodológica, a la manera de Robbins. Por supuesto, han abandonado su posición de neutralidad en cuanto a los fines, pero han sido directos con respecto a esto. Y en razón del hecho mismo de esta neutralidad su versión personal del valor “social” explícitamente mencionada es tan aceptable como cualquier otra. Se dedican a trabajar sobre el problema económico como tal y superficialmente este problema parece ser aquel al que se ha hecho referencia en la introducción de nuestro tema. Estos economistas “sociales” están preocupados únicamente por la asignación de recursos escasos entre fines o usos competitivos.

Sostengo que ésa no es una actividad legítima para los profesionales de la economía, tal como deseo definir la disciplina. Al apresurarme a explicar mi herejía debería destacar que mi argumento no se basa en el hecho de que los economistas introduzcan o no juicios de valor en su trabajo. Este tema importante no tiene nada en común con el que trato de exponer aquí. Lo que deseo es que los economistas dejen de preocuparse por los problemas de la asignación per se, por el problema, tal como se lo ha definido tradicionalmente. El vocabulario de la ciencia es importante aquí, y tal como T. D. Weldon sugiriera una vez, la misma palabra problema implica, en y por sí misma, la presencia de la “solución”. Una vez que se ha definido el formato en términos de asignación se sugiere alguna solución en forma más o menos automática. Todo nuestro estudio pasa a referirse a la maximización aplicada de tipo calculacional relativamente sencilla. Una vez que la función del bienestar general ha proporcionado los fines que habrán de maximizarse, todo se vuelve calculacional, tal como lo ha observado acertadamente mi colega Rutledge Vining. Si a la economía realmente no le compete nada más que esto, habremos trasladado todo a la matemática aplicada. De hecho, éste parece ser el rumbo que estamos tomando a nivel profesional y los avances de más importancia o notoriedad durante las dos últimas décadas consistieron principalmente en mejoras de lo que son esencialmente técnicas de computación, en la matemática de la ingeniería social. Lo que quiero decir con esto es que deberíamos tomar estas contribuciones en perspectiva; propugno que se las reconozca por lo que son, contribuciones a la matemática aplicada, a la ciencia de la administración, pero no a nuestro campo de estudio elegido, que, para bien o para mal, denominamos “economía”.

Deseo hacer referencia ahora a la diferencia familiar o supuesta que existe entre un problema económico y un problema tecnológico. ¿Qué respuesta se espera de un estudiante de segundo año de la universidad que ha completado sus “principios” cuando se le pregunta cuál es la diferencia entre un problema económico y uno tecnológico? Podría responder algo así: “El problema económico surge cuando se encuentran presentes fines mutuamente conflictivos, cuando se debe elegir entre ellos. Por comparación, un problema tecnológico se caracteriza por el hecho de que hay un solo fin que debe maximizarse. Hay una única solución óptima”. Podemos inferir que el alumno de segundo año ha leído los libros de texto corrientes. Entonces le pedimos que nos dé ejemplos prácticos. Podría decir: “El consumidor encuentra que sólo tiene $ 10 para gastar en el supermercado; enfrenta un problema económico al elegir entre los muchos productos, que compiten entre sí, que se le ofrecen para satisfacer diversas finalidades y objetivos. Por el contrario, al ingeniero en construcciones se le han asignado $ 1.000.000 para que construya una represa de acuerdo con ciertas especificaciones. Hay una sola manera óptima de hacerlo; encontrar cuál es esta manera constituye el problema tecnológico”. La tendencia de la mayoría de nosotros sería ponerle al estudiante buenas calificaciones por esas respuestas hasta que, desde la última fila, otro estudiante, caprichoso y excéntrico, dice: “Pero realmente no hay diferencia”.

No creo que sea necesario analizar esto con mayor detalle. En el contexto de mis anteriores observaciones, queda claro que el segundo estudiante tiene la respuesta apropiada, y que la respuesta del libro de texto ortodoxo es incorrecta. Ciertamente, cualquier diferencia entre lo que habitualmente denominamos el problema económico y lo que llamamos el problema tecnológico es de grado únicamente, del grado hasta el cual se especifique la función que va a ser maximizada antes de que se realicen las opciones.

En cierto sentido, la teoría de la elección presenta una paradoja. Si se puede definir con claridad y por adelantado la función de utilidad del agente que elige, la elección se convierte en un hecho puramente mecánico. No se requiere “decisión” alguna como tal; no hay consideración de alternativas. Por otra parte, si no se ha definido plenamente la función de utilidad, la elección se torna real y las decisiones se convierten en hechos mentales impredecibles. Si yo sé lo que quiero, una computadora puede realizar todas mis elecciones por mí. Si no sé lo que quiero ninguna computadora puede deducir mi función de utilidad porque no la hay. Pero la distinción que debe hacerse aquí es la que corresponde al conocimiento de la función de utilidad. La diferencia es la misma que existe entre manejar en una ruta con buena visibilidad y en otra neblinosa. No sucede lo mismo entre la economía y la tecnología. Ni el consumidor en el supermercado ni el ingeniero en construcciones enfrentan un problema económico; los problemas de ambos son esencialmente tecnológicos.

La teoría de la elección debe dejar de ocupar una posición de superioridad en los procesos de pensamiento del economista. La teoría de la elección o de la asignación de recursos, como quiera llamársela, no supone ningún rol especial para el economista, en oposición a cualquier otro científico que examina el comportamiento humano. Para evitar que se preocupen demasiado permítanme decirles que la mayor parte de lo que ahora es aceptado en la teoría de la elección, si no todo, seguirá estando en mi manual de instrucciones ideal. Debo hacer notar que lo que sugiero no es tanto un cambio en el contenido básico de lo que estudiamos como en la forma en que enfocamos nuestro material. Deseo que los economistas modifiquen sus procesos de pensamiento, que contemplen los mismos fenómenos desde “otra ventana”, por utilizar la apropiada metáfora de Nietzsche. Deseo que se concentren en el intercambio más que en la elección.

La palabra economía en sí es parcialmente responsable de parte de la confusión intelectual. El proceso de la “economización” nos lleva a pensar directamente en función de la teoría de la elección. Creo que fue Irving Babbitt quien dijo que las revoluciones comienzan en los diccionarios. Si por mi fuera yo propondría que desde este mismo momento dejáramos de hablar de economía o economía política, aun cuando este último término resulta muy superior al primero. Si fuera posible comenzar de nuevo yo recomendaría que adoptáramos un término totalmente diferente, tal como cataláctica o simbiótica. Y de poner a ambos en la balanza, me inclinaría por el segundo. Se ha definido la simbiótica como el estudio de la asociación entre organismos disímiles y la connotación del término es que la asociación es recíprocamente beneficiosa para todas las partes. Con mayor o menor grado de precisión esto trasunta la idea que debe ser fundamental para nuestra disciplina. Centraliza la atención en un único tipo de relación, aquella que involucra la asociación cooperativa recíproca de los individuos, aun cuando sus intereses individuales sean diferentes. Se concentra en la “mano invisible” de Adam Smith que tan pocos no economistas interpretan correctamente. Tal como he sugerido antes, los elementos importantes de la teoría de la elección siguen estando en la simbiótica. Por otro lado, ciertas situaciones de elección con las que se enfrenta el ser humano se hallan totalmente fuera del marco de referencia simbiótico. Robinson Crusoe toma decisiones en su isla antes de la llegada de Viernes; el suyo es un problema económico tal como se lo ha definido tradicionalmente. Sin embargo, esta situación de elección no es un punto de partida adecuado para nuestra disciplina, incluso en el nivel conceptual más amplio, tal como observara apropiadamente Whately hace más de un siglo.(5) Como hemos dicho, el problema de Crusoe es esencialmente calculacional y todo lo que debe hacer para resolverlo es programar la computadora que lleva en su mente. Los aspectos especialmente simbióticos del comportamiento, de la elección humana, surgen cuando Viernes aparece en la isla y Crusoe se ve forzado a una asociación con otro ser humano. El hecho de una asociación requiere que se produzca un tipo de comportamiento completamente distinto y totalmente nuevo, el del intercambio, del comercio o de los acuerdos. Es obvio que Crusoe puede dejar de reconocer este nuevo hecho. Puede tratar a Viernes simplemente como un medio para lograr sus propios fines, digamos como parte de la naturaleza. Si lo hace, se producirá una lucha y el vencedor se llevará el botín. La simbiótica no incluye las elecciones estratégicas presentes en esas situaciones de mero conflicto. En el otro extremo, no involucra las elecciones que forman parte de sistemas meramente "integradores” en los cuales cada uno de los participantes independientes desea resultados idénticos.(6)

Si opta por evitar el mero conflicto, y si toma conciencia de que los intereses de Viernes posiblemente sean diferentes de los suyos, Crusoe reconocerá que podrá asegurarse beneficios mutuos a través de un esfuerzo cooperativo, es decir a través del intercambio o del comercio. Esta reciprocidad de ventajas que puede ser brindada por distintos organismos como resultado de acuerdos cooperativos, sean simples o complejos, es la única verdad significativa de nuestra disciplina. No existe un principio comparable, y el lugar importante que se le ha asignado tradicionalmente a la regla de la maximización denominada el “principio económico”, refleja un énfasis mal encaminado.

Casi en el otro extremo de los modelos de Crusoe, los refinamientos en el modelo teórico del equilibrio general perfectamente competitivo han sido igualmente causantes, si no más, de la confusión intelectual. Al imponer la condición de que ningún participante del proceso económico puede influir independientemente el resultado de este proceso, se extrae todo el contenido “social” del comportamiento individual en la organización de mercado. El individuo responde a un conjunto de variables exógenas, externamente determinadas y, de nuevo, su problema de elección se torna puramente mecánico. La falla básica de este modelo de competencia perfecta no es su falta de correspondencia con la realidad observada; ningún modelo de valor predictivo puede exhibir esto. Su falla radica en convertir un comportamiento de elección individual, de un contexto socio-institucional a uno físico-calculacional. Dadas las “reglas del mercado”, el modelo perfectamente competitivo brinda un “óptimo” o “equilibrio” específicos, un punto único en la superficie del bienestar paretiano. Pero, indudablemente, ésta es una ciencia social sin sentido y los críticos institucionalistas han dado ampliamente en el blanco en algunos de sus ataques. Frank Knight ha subrayado sin cesar que en la competencia perfecta no existe competencia. Evidentemente está en lo cierto pero, y por la misma razón, no existe el “comercio” como tal.

Un mercado no es competitivo por suposición ni por construcción. Se torna competitivo, y las reglas competitivas se establecen al emerger las instituciones que ponen límites a los esquemas de comportamiento individual. Y es este proceso de tornarse competitivo, causado por la presión continua del comportamiento humano en el intercambio, y no el disparate de la perfección postulada, el que constituye el meollo de nuestra disciplina, si es que la tenemos. Una solución a un conjunto de equilibrio general de ecuaciones no se ve predeterminada por reglas establecidas en forma exógena. Una solución, si la hay, surge como resultado de una red evolutiva de intercambios, negocios, operaciones, pagos, acuerdos y contratos que, a la larga, en algún punto deja de renovarse. En cada etapa de esta evolución hacia una solución hay beneficios que pueden obtenerse, existen intercambios posibles, y si esto es cierto, la dirección del movimiento se modifica.

Son éstas las razones por las cuales el modelo de la competencia perfecta tiene un valor explicativo tan limitado, excepto cuando se introducen al sistema cambios en las variables exógenas. No hay lugar en la estructura del modelo para un cambio interno, el que es producido por los hombres que siguen siendo perseguidos por la propensión de Smith. Pero, indudablemente, el elemento dinámico en el sistema económico es, precisamente, esta continua evolución del proceso de intercambio, tal como lo reconoció Schumpeter en su consideración de la función empresarial.

¿Cómo debe concebir el economista la organización del mercado? Ésta es una pregunta fundamental, y la relevancia de la diferencia de enfoque que enfatizo resulta demostrada, en forma directa, por las dos respuestas fuertemente conflictivas. Si el énfasis clásico, actualmente renovado, sobre la “riqueza de las naciones” sigue siendo fundamental, y si la lógica de la elección o asignación constituye el elemento “problemático”, el economista considerará el orden de mercado como un medio de cumplir con las funciones económicas básicas que se deben llevar a cabo en cualquier sociedad. El “mercado” se convierte en una construcción “de ingeniería”, un “mecanismo”, una “calculadora análoga”,(7) un “dispositivo de computación”(8) que procesa información, que acepta entradas y las transforma en salidas que luego distribuye. En esta concepción, el mercado como mecanismo se compara adecuadamente con el gobierno, como un mecanismo alternativo para cumplir con tareas similares. La segunda respuesta a la pregunta es totalmente distinta, aunque sólo en forma sutil, y es esta segunda concepción la que intento destacar en este trabajo. El mercado o la organización de mercado no es un medio para el logro de nada. Por el contrario, es la materialización institucional de los procesos de intercambio voluntario en los que participan los individuos en sus diversas calidades. Esto es todo lo que significa. Se observa a los individuos que colaboran unos con otros, que llegan a acuerdos, que comercian. La red de relaciones que surge o evoluciona de este proceso comercial, el marco institucional, se denomina “el mercado”. Es un ambiente, un campo en el cual nosotros, como economistas, como teóricos (como observadores), contemplamos a los hombres que intentan lograr sus propias metas, sean éstas cuales fueren. Si fuéramos capaces de reconocer nuestra teoría básica, comprenderíamos que ésta se refiere exclusivamente a aquellos propósitos de los hombres. Los límites están fijados por las restricciones de dicho esfuerzo cooperativo; la acción unilateral no es parte del esquema de comportamiento dentro de nuestro análisis. En esta concepción no existe un significado explícito del término eficiencia tal como se lo aplica a los resultados agregativos o compuestos. Resulta contradictorio referirse al mercado como si lograra “objetivos nacionales”, eficiente o ineficientemente.

Esto no implica que se eliminen totalmente las consideraciones de eficiencia en la concepción que propongo. En realidad es todo lo contrario. La motivación que lleva a los individuos a participar del comercio, la fuente de la propensión, es indudablemente la de la “eficiencia”, definida en el sentido personal de moverse desde posiciones que se prefieren menos a otras que se prefieren más, y el hacerlo en términos mutuamente aceptables. Una institución “ineficiente”, aquella que produce resultados “ineficientes”, debido a la naturaleza del hombre, no puede sobrevivir hasta, y a menos, que se introduzca la coerción para evitar el surgimiento de acuerdos alternativos.

Quisiera ilustrar este punto y, al mismo tiempo, indicar el alcance del enfoque que sugiero, haciendo referencia a un ejemplo simple y habitual. Supongamos que el pantano local debe ser drenado para eliminar o reducir la reproducción de mosquitos. Supongamos que ningún ciudadano dentro de la comunidad tiene el incentivo suficiente como para financiar todos los costos de esta operación esencialmente indivisible. Definido de una manera ortodoxa y estrecha, el “mercado” fracasa; el comportamiento bilateral de los compradores y vendedores no elimina el problema. Supuestamente, el resultado será la “ineficiencia”. Sin embargo, ésta es indudablemente una concepción demasiado restringida del comportamiento del mercado. Si las instituciones del mercado definidas tan estrechamente no funcionan, no cumplirán los objetivos individuales. Debido a la misma propensión, los ciudadanos se verán llevados a buscar en forma voluntaria acuerdos de comercio o intercambio más completos. Puede surgir una institución más compleja para drenar el pantano. La tarea del economista incluye el estudio de todos esos acuerdos cooperativos de comercio que se convierten en simples ampliaciones de los mercados según se los definió de manera más restrictiva.

Sin embargo, aún no he salvado todas las dificultades. Ustedes pueden preguntar: ¿Realmente será de interés para algún ciudadano en particular hacer un aporte al programa voluntario de control de mosquitos? ¿Cómo va a manejarse aquí el problema del “free rider”? Este espectro del “free rider”, que se encuentra de muchas maneras y formas en la literatura de la teoría moderna de las finanzas públicas, debe examinarse cuidadosamente. En primer lugar, se ha producido aquí una confusión entre los efectos totales y los marginales. Si una mujer bonita cruza el hall del hotel, muchos de los cansados delegados a congresos podrán obtener beneficios externos pero, supuestamente, lo cruza para su propio provecho, y muy pocos delegados le pagarían por caminar más de lo que ya lo hace. No obstante, y volviendo al pantano, pueden existir casos en que los beneficios esperados del drenaje no sean lo suficientemente altos como para justificar la realización de algún acuerdo cooperativo voluntario. Y, además, la presencia conocida o supuesta de “free riders” puede inhibir la colaboración de individuos que, de lo contrario, aportarían. En dichas situaciones, la colaboración voluntaria quizá no produzca nunca un resultado “eficiente” para cada uno de los miembros del grupo. De aquí que puede considerarse que el “mercado”, aun en su sentido más amplio, ha “fracasado”. Entonces, ¿qué recurso le queda al individuo en este caso? Indudablemente, el de transferir una vez más de manera voluntaria, al menos en algún último nivel constitucional, actividades tales como la limpieza del pantano a la comunidad como unidad colectiva, en la cual las decisiones para hacer las elecciones se tomarán según reglas específicamente designadas, y una vez tomadas se implementarán coercitivamente. Por lo tanto, en el sentido más general (quizá demasiado general como para que la mayoría de ustedes lo acepte), el enfoque de la economía que presento se extiende hasta abarcar el surgimiento de una constitución política. A nivel conceptual, esto puede considerarse bajo el marco de un proceso de intercambio voluntarista. La teoría contractual del estado, al igual que la mayoría de los trabajos que responden a esta tradición, representa el tipo de enfoque de la actividad humana que, creo, debería adoptar la economía moderna.(9)

Propongo ampliar el sistema de las relaciones humanas que corresponden a la esfera de acción de los economistas lo suficiente como para incluir la organización tanto colectiva como privada. De ser así, ustedes podrían preguntar, ¿cómo habrá de diferenciarse la política de la economía? Ésta es una pregunta adecuada y me ayuda a ilustrar el punto central de este trabajo de una manera diferente. La distinción que debe hacerse entre la economía y la política como disciplina radica en la naturaleza de las relaciones sociales entre los individuos que cada una de ellas examina. En tanto los individuos intercambian y comercian, como unidades libremente contratantes, la característica más importante de su comportamiento es “económica”. Y esto, por supuesto, extiende nuestro margen más allá del nexo común precio-dinero. En tanto los individuos se conozcan unos a otros en una relación de superior-inferior, líder-seguidor, mandante-mandatario, la característica predominante de su comportamiento es “política”,(10) y surge, evidentemente, de nuestro uso cotidiano de la palabra político. La economía es el estudio de todo el sistema de relaciones de intercambio. La política es el estudio de todo el sistema de relaciones coercitivas o potencialmente coercitivas. En prácticamente todas las instituciones sociales específicas existen elementos de ambos tipos de comportamiento y resulta apropiado que tanto el economista como el científico político estudien dichas instituciones. Lo que debo destacar aquí es la potencialidad del intercambio en las instituciones sociopolíticas a las que habitualmente consideramos como si incluyesen elementos principalmente coercitivos o cuasi coercitivos. En la medida en que el hombre tenga a su disposición alternativas de acción, en cierto sentido se enfrenta a sus asociados como un “igual”, en otras palabras, en una relación comercial. Podemos decir que la relación económica ha sido totalmente reemplazada por la relación política en aquellas situaciones en las que es únicamente la renta pura el elemento de retorno. Tal como he observado, casi todas las instituciones y relaciones que los economistas normalmente estudian quedarán sujetas a examen dentro del marco disciplinario que propongo trazar en torno de la “economía”. Los mismos datos básicos resultarán fundamentales para el enfoque de la asignación y para el del intercambio. Pero la interpretación de estos datos, e incluso las preguntas mismas que les formulemos, dependerán mucho del sistema de referencia dentro del cual operemos. ¿Cuál será el resultado del cambio en el sistema de referencia? El único resultado realmente importante será la posibilidad de hacer una distinción firme y categórica entre la disciplina a la cual se aplica nuestra teoría de los mercados y aquella a la que podemos denominar “ingeniería social”, por falta de algún término mejor. Es de destacar que no digo que la ingeniería social no constituya un empeño legítimo. Lo que sugiero es que se deben reconocer explícitamente las implicancias relativas a los usos de los individuos como medios para alcanzar fines no individuales. Mi crítica al enfoque ortodoxo de la economía se basa, por lo menos en parte, en su fracaso al no poder hacer apropiadamente esas implicancias. Si se considera el problema económico como un problema general de fines y medios, el ingeniero social está trabajando como economista en todo el sentido del término. Así es como lo observamos ahora desarrollar esquemas cada vez más complicados destinados a maximizar funciones de creciente complejidad, dentro de limitaciones cada vez más específicamente definidas. Aceptamos todo esto como adelanto “científico” y consideramos que la ayuda que podemos brindarle al ingeniero social profesional en este sentido es nuestro propósito “social”. Sostengo que hay algo muy confuso en todo esto. Aplaudo y admiro también la ingenuidad de quienes hacen matemática aplicada, quienes han ayudado y ayudan a los que deben hacer una elección a solucionar problemas de cálculo más complejos. Pero yo seguiré insistiendo en que nuestro propósito no es ni el de brindarle al ingeniero social estas herramientas ni el de proporcionarle al monopolista los instrumentos para obtener ganancias, ni el de brindarle al ama de casa de Wicksteed las instrucciones para dividir mejor el puré entre sus hijos. El verdadero papel de los economistas no es brindar los medios para hacer “mejores” elecciones, y el hecho de afirmar esto, tal como lo hace el enfoque de asignación de recursos-elección, tiende a confundirnos a la mayoría de nosotros en el principio mismo de nuestro proceso de capacitación.

Lo que deseo hacer notar aquí muy especialmente es que, a través de mi rechazo al enfoque de la asignación, no resto importancia al deseo, en realidad a la necesidad, de la competencia de la matemática. De hecho, los adelantos que se han producido para tratar de entender las relaciones simbióticas bien pueden requerir herramientas matemáticas considerablemente más sofisticadas que las que se necesitan en lo que denominé ingeniería social. Por ejemplo, necesitamos aprender mucho más sobre la teoría de los juegos cooperativos de una determinada cantidad de personas. Parecería natural que la matemática que finalmente se requiere para sistematizar un conjunto de relaciones que involucran el comportamiento voluntario de muchas personas sea más complicada que la necesaria para resolver el problema de cálculo más complejo en el cual los fines se ordenan en una función única.

Aunque esto, por supuesto, será discutido, la posición que propongo es neutral con respecto al contenido ideológico o normativo. Simplemente estoy proponiendo, de diversas maneras, que los economistas concentren su atención en las instituciones, las relaciones, entre los individuos en la medida en que participan de una actividad organizada voluntariamente, en el comercio o el intercambio, considerados en términos generales. Tal como ocurrió en el ejemplo de la limpieza del pantano, la gente puede decidir hacer cosas en forma colectiva, o puede decidir lo contrario. El análisis, como tal, es neutral con respecto a la mezcla adecuada sector privado-sector público. Lo que estoy diciendo es que los economistas deben ser “economistas de mercado”, pero sólo porque creo que deben concentrarse en las instituciones de mercado o de intercambio, recordando una vez más que éstas deben concebirse en el sentido más amplio posible. Esto no necesariamente debe hacerlos prejuzgar sobre ellas ni predisponerlos en favor o en contra de cualquier forma particular de orden social. Aprender más sobre el funcionamiento de los mercados significa aprender más sobre el funcionamiento de los mercados. Pueden funcionar mejor o peor, según el criterio que se imponga, de lo que la opinión desinformada nos lleva a esperar.

Por supuesto que hasta un cierto punto todos debemos seguir el camino determinado funcionalmente por el comportamiento de nuestros colegas de disciplina. El crecimiento y el desarrollo de una disciplina son, en cierta forma, como el lenguaje y, a pesar del hecho de que podamos pensar que la dirección actual del cambio es engañosa y da lugar a confusiones intelectuales, debemos tratar de seguir comunicándonos unos con otros. Sería extremadamente ingenuo si yo pensara que puedo cambiar el giro de toda la ciencia social mediante una persuasión personal como la expuesta o uniéndome a algunos otros que pudieran, en general, estar de acuerdo conmigo en estos temas. La economía como tema académico bien definido parece estar desintegrándose por las razones que yo he bosquejado y una evaluación realista sugiere que este proceso no se detendrá. Sin embargo creo que resulta útil detenerse de vez en cuando y consultar el mapa de rutas.

Podría terminar mi trabajo recordando un adagio que Frank Ward, de la Universidad de Tennessee, había colocado en la puerta de su oficina cuando lo conocí en 1940. Yo era, por ese entonces, un egresado inexperto que estaba en sus comienzos. El adagio decía así: “El estudio de la economía no impedirá que usted pase hambre pero, por lo menos, sabrá por qué le pasa esto”. Puedo parafrasear esto para aplicarlo a la metodología: “Concentrarse en la metodología no resolverá por usted ninguno de sus problemas pero, por lo menos, debería saber cuáles son esos problemas”.


* Traducido de What Should Economists Do?, James M. Buchanan, Indianapolis, Liberty Press, 1979. Derechos cedidos por Liberty Fund Inc. Este artículo fue presentado inicialmente como el discurso presidencial ante la Southern Economic Association en su reunión anual de noviembre de 1963.
(1) Para una revisión de este enfoque en términos de la historia doctrinaria, consúltese Israel Kirzner, The Economic Point of View, New York, D. van Nostrand, 1960, cap. 4. Este libro brinda un buen resumen de los diversos enfoques del “punto de vista económico”.
(2) Para un trabajo reciente en el que claramente se acepta la base del intercambio para el aná1isis económico, véase Kenneth E. Boulding, “Toward a Pure Theory of Threat Systems”, American Economic Review, mayo de 1963, pp. 424-434; especialmente pp. 424-426.
(3) Londres, Macmillan, 1932.
(4) En su discurso presidencial ante la American Economic Association, pronunciado en 1949, Howard S. Ellis criticó la arbitrariedad con la que se pueden seleccionar los fines en la definición de Robbins. Todo el enfoque de Ellis tiene mucho en común con el de este trabajo. Sin embargo, debido al énfasis exagerado que pone en los aspectos “electivos” de la economía, su crítica a Robbins dejó de ser todo lo efectiva que pudo haber sido. Véase Howard S. Ellis, “The Economic Way of Thinking”, American Economic Review, marzo de 1950, pp. 1-12.
(5) Richard Whately, Introductory Lectures on Political Economy, Londres, B. Fellowes, 1831, p. 7. El mismo punto es expresado por Arthur Latham Perry, Elements of Political Economy, New York, Charles Scribner, 1868, p. 27.
(6) Boulding, op. cit., diferencia sistemas de amenazas, sistemas de intercambio y sistemas integradores del orden social.
(7) Paul A. Samuelson, “The Pure Theory of Public Expenditure”, Review of Economics and Statistics, noviembre de 1954, p. 338. 13
(8) Takashi Negishi, “The Stability of a Competitive Economy: A Survey Article”, Econometrica, octubre de 1962, p. 639.
(9) En nuestro reciente libro, The Calculus of Consent, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1962, Gordon Tullock y yo desarrollamos la teoría de la constitución política de la manera que se bosqueja aquí.
(10) Esta distinción ha sido desarrollada en detalle por Gordon Tullock, The Politics of Bureaucracy, Washington, Public Affairs Press, 1965.